Estoy consciente de que vivo en un momento histórico;
uno cuyo recuerdo quedará registrado en las páginas de nuestro devenir como
civilización. Y esto debido a una sola razón. El mundo entero casi se ha
paralizado ante la inminente realidad de una crisis pandémica que afecta la
salud pública. Literalmente, las calles están vacías, y las personas se hallan
encerradas en sus hogares. No exagero si digo que las redes sociales revientan
puesto que, debido al encierro, la gran mayoría elabora videos caseros como un
escape catártico al confinamiento que llamamos cuarentena. Para colmo de males,
la amenaza ha teñido de negro nuestros hogares, llevándose a rostros queridos
que jamás volveremos a ver. Amigos y parientes, separados por el toque de
queda, no podrán juntarse nunca más, cuando la Parca extienda sobre ellos su
fétida mano.
Es claro que, al acabar todo esto, las cosas no serán iguales; los
conflictos del mundo, tampoco. Las huelgas y marchas a favor del aborto, las
multicolores paradas del orgullo gay, los resabiosos gritos del feminismo
radical, todos han silenciado su discurso propagandístico, porque cuando llega
la pandemia, pelear con los medios exigiendo aplicar políticas de género, o imponer
parámetros de lenguaje inclusivo, se vuelve vano disparate y amargo sinsentido.
De hecho, las lecciones aprendidas por esta
experiencia son importantes. Y en este caso, es deber de todo analista observar
el fenómeno para que las pueda extraer. Buscando lograrlo, se hace necesario
atender a los ejemplos históricos de casos parecidos y aprender de las
actitudes asumidas por nuestros antepasados cuando bebieron el trago agrio que
apura nuestra copa hoy en día. Es mi claro interés hacer un cotejo histórico
antes de proceder a destilar lecciones de vital importancia en este sentido.
Para ello, considerare las dos pandemias que, a mi entender, causaron enormes
estragos en la población mundial, compartiendo un espectro fenomenológico muy
parecido al corona virus, a saber: la peste antonina y la muerte negra. Cuando
analicemos ambas crisis, se descubrirá un patrón común en términos de origen y
reacción. Veamos.
Con la peste
antonina (165-180 d.C.) nos enfrentamos a la primera propagación de la viruela
en Occidente. El virus que la generaba, de acuerdo con Amiano Marcelino, tenía
un origen asiático (1)
y, siguiendo el testimonio confirmado en Eutropio, se extendió por toda Europa
teniendo como trampolín a Italia. (2)
La sintomatología (descrita por Galeno) (3)
(4)incluía
un cuadro diarreico, altas fiebres, faringitis y erupciones cutáneas. Las pérdidas
en términos de mortalidad fueron extravagantes; 2,000 personas por día (en cierta
ocasión fallecieron 5,000 en una ciudad italiana). El total de los fenecidos
durante la peste se calcula en 5, 000, 000 de personas; la desolación
poblacional era tan evidente, que Orosio llegó a describir verdaderas aldeas
fantasmas. (5)
El último caso se registró en el 180 d. C. lo cual indica que la peste duró 15
largos años. Los efectos incluyeron un pánico desorbitante (sumado a la huida
de los médicos para evitar el contagio), una crisis político-económica tal y
como destaca Georg Niebhur, y finalmente, el incremento de actitudes
supersticiosas a modo de aquellas denunciadas por Luciano de Samosata, respecto
a la colocación de amuletos mágicos en las puertas de las casas, pensando que
estos salvarían a esas familias del peligro. (6)
Un tanto parecido es el caso de la muerte negra
(1347-1631), una pandemia de leptospirosis que surgió tras la mutación de la
bacteria Yersinia pestis. (7)
Esto implica que, si bien casos de la peste negra se habían dado desde la
antigüedad (el relato bíblico pareciera aludir a ejemplos parecidos en 1 Sam. 5
y 6 como en 2 R. 19.35; 2 Cr. 32.21; Is. 37.36 si se cotejan estos últimos
versículos con Heródoto II, 141) aquello que sucedió en la Europa de la Baja
Edad Media fue un suceso novedoso. Lo interesante de todo es que, igual a la
peste anterior, esta también tenía un origen asiático. El historiador Lien-te
Wu (8)
entendía ser endémica de China, y fue trasladada por los ejércitos mongoles que
atacaron Constantinopla en 1347. De ahí que, al salir huyendo los bizantinos a
Grecia e Italia, llevarían con ellos el virus, y desde Italia como asiento, se
trasladaría a todo el mundo europeo. No se tendría un solo brote. El primero,
iniciado en 1347 (otros como César Vidal sugieren 1348) (9)
se reduciría en 1353; solo para dar inicio a un segundo brote, el más
devastador de todos, entre 1527 y 1631. Habrá que esperar dos siglos para el
tercer y definitivo brote de 1855 a 1899.
La sintomatología, según Bocaccio, por igual, incluía
fiebre, tos, sangrado, sed asfixiante, gangrena y bubones. (10)
La mortalidad abarcó del 30 al 60% de la población afectada, y la cifra de 25,
000, 000 de fallecidos sigue siendo moderada. (11)
En Florencia solo sobrevivió un quinto; en Alemania, especialmente Hamburgo,
Colonia y Bremen, 1 de cada 10 personas murió. Si se cuenta a 1631 como la
fecha para el último brote, tenemos entonces que la muerte negra abarcaría unos
284 años. Entre los efectos inmediatos de dicha plaga se incluye una
despoblación urbana, una incipiente crisis político-económica y sobre todo, el
incremento, otra vez, de las conductas supersticiosas; esta vez entroncadas en
dos tendencias: a) buscar a quien echarle la culpa; de ahí el surgimiento de
las teorías conspirativas (acusándose a los judíos como responsables) y b)
encontrar explicaciones apocalípticas, incluyendo la idea de que todo era
juicio de Dios (lo cual explica el movimiento de los flagelantes en el marco de
la religiosidad popular).
Si echamos un vistazo a las condiciones globales, a la
hora en que estalló la peste negra, se descubre como el crecimiento
demográfico, económico y urbano eran rasgos peculiares de la época, incluyendo
también el avance científico (por lo menos en cuestiones matemáticas y
medicas), la persecución religiosa y sobre todo, un cambio climático, conocido como
la Pequeña Edad del Hielo. (12)
Sorprendentemente, estas mismas características son compartidas por la
civilización que vive los días del COVID-19.
La explosión demográfica y el
progreso económico, urbano y científico son realidades innegables, al igual que
la persecución religiosa en las latitudes orientales del planeta y la crisis
climática denominada como calentamiento global. Nuestro mundo se hallaba maduro
para el estallido de una pandemia que ha hecho peligrar nuestra segura
confianza colectiva. Y si semejantes son las condiciones, igual de similares
parecen las tres pandemias al colocarlas en una sinóptica perspectiva.
Decimos esto último puesto que, tanto la peste
antonina, la muerte negra y la neumonía de Wuhan (vg. corona virus) tenían un
origen basado en la mutación vírica de microorganismos que se hallaban
presentes ya en ciertos roedores (ratas en el caso de la Yersinia pestis, y murciélagos en el COVID-19); mutación ocurrida
precisamente en China y que se distribuyó por Europa y el mundo a través de
Italia. De la misma manera, la sintomatología incluía una elevada capacidad de
contagio a través de las vías respiratorias, así como unos índices de
mortalidad aterradores. En el caso que nos ocupa, todavía mientras escribo, se
percibe el hálito gélido de la peste avanzando por las calles y cegando la vida
de hasta 600 personas por día en algunas de las ciudades más expuestas. La
cuarentena se ha extendido y, si debemos considerar las pandemias anteriores,
no podemos tener claro cuándo terminará el peligro. ¿Acaso tendremos que vivir
15 años encerrados, como sucedió durante la peste antonina, o tal vez los dos
siglos que duró la muerte negra? Solo Dios lo sabe.
De lo que sí podemos estar seguros es que los efectos
producidos por esta nueva situación son asombrosamente idénticos a la reacción
de las anteriores pandemias. En algunas naciones, debido a sus particulares
déficits en la plataforma institucional, se ha repetido la fuga del personal
médico y asistencial que se produjo en el 165 d. C. por miedo al contagio. De
la misma manera, los anuncios de la crisis político-económica, y el fracaso de
los avances técnico-científicos, parecen servir como ecos al mismo descalabro
sistémico que produjera la peste negra. Agréguese a esto el pánico global y la
reducción poblacional a causa de la mortalidad para que tengamos un cuadro muy
parecido a la Europa medieval azotada por los vientos de la peste. No obstante,
donde mayor similitud detectamos entre aquellos tiempos y este gira en torno
al, repito, proliferación de las conductas supersticiosas. Ver al presidente de
México, Andrés Manuel López Obrador afirmando que una estampita de la Guadalupe
“es el mejor “¡Detente!” contra el corona virus” (C. Vidal) (9)
implica reproducir una de las escenas criticadas por el poeta griego Luciano.
Más aun, la enorme cantidad de “apariciones” incluyendo la imagen de Jesús en
un árbol, atrayendo a multitudes, es un claro indicio de ello. De la misma
manera, la actitud papista de ordenar el repliegue de una estatua religiosa
como mensaje de esperanza y sanidad, aglomerando con ello a ingentes cantidades
de peregrinos (e incrementando los niveles de propagación), es muy parecida a
la de los papas medievales quienes ordenaron lanzar los cadáveres al rio Tíber para
bendecirlos con agua, sin percatarse de que, al hacerlo, promovían los estragos
causados por esta en Roma.
Asi también, las teorías conspiranoicas, en las que se
intenta buscar un chivo expiatorio (acusando al gobierno estadounidense, a los
comunistas chinos, a un hacker en Wisconsin y hasta The Simpsons) se hayan a
pedir de boca, como en el siglo XIV. Tales teorías rayan incluso en el
ridículo, suponiendo que dicho virus fue
el montaje fallido de una tecnología móvil 5G para celulares que cobró vida. Por
su parte, están aquellos que, asumiendo una postura apocalíptica, perciben que
el mundo se haya ante una señal escatológica, y han asignado una fecha para el
final de los tiempos. El pandemónium milenial es tan evidente como en la época
del Yersinia pestis. Por ende, y
entendiendo esto, se concluye fácilmente que nuestra común experticia ya tiene
verdaderos puntos referenciales en la historia, incluyendo también nuestra
manera de reaccionar. El ciclo se repite y, como dijo el Qohelet, ¡No hay nada
nuevo debajo del sol!
Ahora bien, lo que realmente debe interesarnos a
todos, no es tratar de suponer cual es la teoría de mayor convicción o que
realidades pueden verse trastocadas de la noche a la mañana por el toque de
esta peste maldita. Más bien, necesitamos aprender las lecciones básicas que,
como civilización, podemos extraer de la misma. En este sentido, considero que
del COVID-19 derivamos no pocos desafíos; además, con esta pandemia se nos han
corregido ciertas apreciaciones y nuestra jerarquía de prioridades ha sido
colocada de cabeza. Asi que, de nuestra limitada experiencia, podría
presentaros cinco lecciones considerables.
En primer lugar, con esta pandemia se nos ha enseñado
el valor de la trascendencia espiritual. Sorprende ver a grandes mandatarios en
países latinoamericanos, dirigiendo a sus respectivos ciudadanos en una cadena
nacional de oración. Tal parece que, aquella premisa de que las naciones
occidentales, mientras más desarrolladas, mayor desinterés mostrarían a las
manifestaciones de religiosidad popular, no era más que un mito. En estos días
del COVID-19, la oración de un gobernante resulta más grande que cualquier
discurso demagógico. Y es que, a fin de cuentas, a pesar de todos nuestros
logros como civilización, no hemos podido vencer la guerra contra una
microscópica cadena secuencial de tan solo 125 nm de diámetro, (13) que ha paralizado al
mundo entero. Y tampoco, a pesar de vivir en la Era de la Información, no
podemos librarnos de la morbosa inclinación hacia las teorías conspiranoicas.
En segunda instancia, esta situación ha servido para
evaluar la calidad de las decisiones gubernamentales, y la estrechez de miras
que tenían los partidos tanto de izquierdas como de la derecha para estar a la
altura de la circunstancia. De modo que, a excepción de Nayib Burkele en El
Salvador, ninguno de los países más afectados, supo cómo equilibrar el interés
entre salvaguardar la economía o proteger a sus conciudadanos. Peor aún, los
subsidios del Estado, al no dictaminarse políticas de regulación tocante a la
renta o el pago hipotecario, fueron insuficientes para impedir que las personas
respetasen del todo la cuarentena, y eso incrementó las tasas de mortalidad y
contagio, afectando en su gran mayoría a los indocumentados, que habían sido
objeto, tan solo meses atrás, de mimos por parte de las cúpulas demócratas en
el Estado de New York, y sin embargo, abandonadas a su suerte por la
administración Cuomo, en el momento más aciago.
En tercer lugar, el COVID-19 nos alecciona en torno a
lo que verdaderamente vale. Al cerrarse los grandes centros de concentración
masiva y clausurarse las giras artísticas así como las temporadas deportivas,
aquellos grandes actores, artistas, deportistas que ganaban millones de dólares
por simplemente aprenderse un guion, cantar ante las audiencias o patear una
pelota se vieron obligados a encerrarse dentro de sus grandes mansiones y
condominios, entreteniéndose con emitir videos caseros desde alguna que otra
plataforma virtual. Sin embargo, los que verdaderamente se han convertido en
los héroes del momento son los médicos y enfermeros, quienes han dedicado un
esfuerzo conjunto, batallando contra la realidad vírica, con peligro de sus
vidas, en una concreta imitación del accionar cristiano, en épocas pasadas (cf.
peste antonina, muerte negra, gripe española). De modo que, ante la nueva
situación, un solo médico y una sola enfermera, son más valiosos que todos los
deportistas, actrices y cantantes juntos.
En cuarta instancia, la pandemia nos ha permitido
tener una apreciación del valor que la vida significa para nosotros. A pesar de
las agendas feministas que propugnaban la despenalización del aborto a través
de la toma violenta de centros escolares y las marchas multitudinarias con
mujeres que promovían la ingesta de fetos humanos como una expresión de
liberación femenina, la llegada del COVID-19 nos enseña que todo eso era pura
bazofia. De hecho, en algunos de los estados más inclinados a las políticas de las
cinco causales, se han cerrado las clínicas abortistas, que recibían fondos
públicos, con el fin de utilizar dichos espacios en el proceso de atención a
los pacientes diagnosticados con el corona virus. Así, tuvimos que aprender, a
las malas, como un hospital de asistencia goza de mayor importancia que una
clínica abortista.
Por último, la pandemia que detuvo al mundo nos ha
educado en base a la importancia del afecto interpersonal. Las familias,
forzadas a convivir en el mismo espacio, han redescubierto sus intereses
comunes y se han dedicado tiempo de calidad. De modo que, a través de la crisis
en salud pública, podemos comprender cuan valiosa es la familia por encima del
trabajo. Asi mismo, las reglas de cohabitación que imponen una separación de 6 pies
han hecho de los abrazos, cosa del pasado. Y sin embargo, con el COVID-19 hemos
concluido que un abrazo ausente se hace mayor a la crítica prejuiciada contra
mi prójimo. ¡Ahh!, y también cuánto dinero podría generar quien coloque una
estafeta en las esquinas de las calles con un letrero que rece: Se venden
abrazos por US$ 1.00 dólar.
Pero no todo es color de rosa. Esta pandemia también
ha dejado expuesto nuestro egoísmo. Ver a personas tratando de acaparar todo el
papel higiénico, y pelear por una lata de leche evidencia que, a pesar de
nuestros grandes avances tecnológicos, nos seguimos matando por un parqueo;
peor aún, por un rollo de papel toalla. Más aun, nos ha mostrado que, respecto
a nuestros antepasados, no hemos cambiado para nada; seguimos cayendo dentro
del pánico que caracterizaba la tan denostada psique medieval.
Por ende, cuando pase esta gran crisis, es posible que
para la gran mayoría que conforma un primer grupo, las cosas parecerán seguir
iguales, tal y cual lo profetizase Raphy Colon (1996); pero para quienes
escuchan las lecciones derivadas del presente momento histórico, esta es la
oportunidad más grande (quien sabe si no la última) para socorrer al necesitado y decir presente a
la situación actual. En otras palabras, al segundo grupo (emparentado con el
carismatismo evangélico) se le ha brindado la mejor de todas las coyunturas
para hacer valer los principios universales que sirven de moraleja final para
esta fábula que llamamos vida.